16 de septiembre de 2006

MÍSERO CAN, HERMANO DE LOS PARIAS…

A raíz de una de mis columnas recientes, en la que hacía referencia a la situación de zozobra que vive la población colombiana por cuenta del conflicto armado que nos agobia, recibí un mensaje estremecedor de un padre de familia angustiado… desesperado, que por cuenta de las condiciones de orden público reinantes en su vereda, ha debido –como muchos cientos de miles de familias más–, abandonar su terruño, sus pertenencias y sus amigos, para enfrentar –a la fuerza– una nueva vida: la de desplazados. Son hombres nuevos de ciudades hostiles que han endurecido su trato a los forasteros, por cuenta de la generalizada desconfianza a la que nos ha llevado la dureza y la inclemencia del conflicto en que vivimos inmersos. De ciudades que ven en los desplazados a una especie de ‘escoria social’, por el grado de insensibilidad al que hemos llegado por cuenta de tanto sufrimiento. Son desplazados que llegan, sin otra alternativa, a sobrevivir entre ciudadanos que creemos que la forma de ayudar a la solución de ese inmenso problema, es arrojando unas monedas a los niños que exhiben –con la miseria que se reflejan sus rostros–, un letrero hecho ‘al carbón’ en el que nos ponen al tanto de su drama, como si constatarlo no fuera suficiente. Son los ‘hermanos de los parias’ a los que se refiere magistralmente el Poeta Valencia en Anarkos. El dolor que me transmitió el mensaje del anónimo lector de mi columna es igual al que sentía cuando –siendo aún pequeño– escuchaba atónito los relatos de mis padres, forjados a lo largo de su eterno peregrinar de pueblo en pueblo, por cuenta de la violencia partidista del entonces. Una violencia que como la de ahora, con su febril sectarismo, anegó en sangre el suelo patrio, lo sembró de tumbas de inocentes y lo saturó de huérfano y viudas, de dolor y de resentimiento. Lacras que son el fermento de la desgracia que hoy padecemos y que hace que familias enteras, dedicadas a labrar el campo, tengan que padecer el infierno del desarraigo y la miseria, arrastrando sin rumbo con su drama. Dar limosna hace sentir limosnero a quien, sin serlo, la recibe. El compromiso de los colombianos con los desplazados no puede circunscribirse a tirarles las monedas que nos rompen los bolsillos. El compromiso con ellos tiene que ser igual al que quisiéramos sentir si, dadas las circunstancias –y que Dios nos proteja–, por las vueltas que da la vida, tuviéramos que padecer esa horrible pesadilla, de la que nadie está exento. Ni siquiera los habitantes de una ciudad (New Orleans) de la nación más rica y poderosa, quienes hoy, por otras razones, soportan una situación similar.

ENTRE TU ARTE Y MI ARTE… PREFIERO MI ARTE

Un tipo mantecoso postrado en un lecho, sacándose grasa de su abdomen para hacer hamburguesas, que mostró El Tiempo hace unos días, como una ‘instalación’ o ‘performance’; una especie del ‘arte moderno’ que se viene abriendo campo en las galerías y en los museos, es pura mierda. De un tiempo para acá, unos diletantes de pacotilla se han metido en el cuento de catalogar cualquier bagatela como arte. Y para darse ínfulas de tales, aparecen en todas las exposiciones, haciendo parte del coro de idiotas útiles que le rinden culto a cuantas payasadas o estupideces deciden rotular como ‘obras de arte’, a sabiendas de que son basura. ‘Una propuesta interesante’, es la muletilla de cajón que usan para justificar los bebedizos que les dispensan en los cocteles de los que son asiduos visitantes. ‘Una propuesta interesante’, para no ser tildados de insensibles o incultos ante las ‘nuevas corrientes artísticas’, cuando lo único que se les pasa por la mente es que se trata de sandeces exhibidas con el propósito de descrestar arribistas, incultos y pendejos. Es lo más parecido al célebre cuento en el que todos los súbditos celebraban la belleza del traje invisible de un rey que se exhibía por las calle de su reino, y del que el único que atinó a decir que el rey estaba en pelota fue un niño que develó la realidad que todos los demás se empeñaban en ignorar, por congraciarse con el soberano: ¡el rey está desnudo! –dijo el niño–. Todavía conservo el recuerdo de un charlatán que alguna vez hizo ‘un performance’ en el que aparecía en pelota, dentro de una ponchera en la que previamente había escurrido cincuenta docenas de huevos crudos. ¡No se imaginan las caras de un grupo de niños, al salir de su curso de arte en el momento en que el ‘artista’ de marras soltaba una carcajada sardónica, para llamar la atención de los presentes, sobre su desagradable figura! ¡Qué horror! Cada quien –en un acto de honestidad con su conciencia– sabe que muchos de los adefesios que rotulan como ‘arte’ no son más que ‘mamaderas de gallo’ o el síntoma del advenimiento de una época de decadencia. El arte es un concepto sublime. No la degradación a la que lo han querido llevar unos seudo artistas y peores entendidos, que no dudan en asignarle esa noble categoría a cuanto mamarracho ponen en un museo o en una galería montada para sacarle dinero a los nuevos coleccionistas, que lo son más por la capacidad de las extrañas fuentes de sus ingresos, que por la sensibilidad que alcanzan sus espíritus. Para justificar los desaguisados –con el flujo inusitado de dinero de extraña procedencia– suelen aparecer ‘expertos’ que diseñan, construyen, decoran y venden sus ‘exquisitos gustos’ a los nuevos ricos que nos está dejando esta bonanza sin origen legal aparente en la que nos encontramos inmersos. Los mismos que se hacen los de la vista gorda siempre y cuando el dinero ingrese a sus arcas, para luego rasgarse las vestiduras por el rumbo o el impulso que toman los acontecimientos. Acontecimientos a los que somos proclives, a pesar de tener un doloroso ejemplo reciente. Es la práctica de la ley del ‘coma callado’, con la que una opulenta mujer, que cada noche llegaba cargada de joyas, viandas y billetes, silenciaba a su inope y resignado marido, cuando éste procuraba de ella una explicación. ¡Definitivamente, resultan marranos para todo!

LA VERDAD DUELE

¡Caga el pobre… caga el rico! Esa, al parecer, fue la expresión de la dama de compañía de doña Juana La Loca cuando ésta –en un retrete– daba a luz a quien llegaría a ser el emperador Carlos V. Hay cosas que a todos nos pueden pasar. Y más a una sociedad tan abierta como la pereirana. Como dicen por ahí: ocurre hasta en las mejores familias. No deja de haber un cierto tufillo de hipocresía entre quienes pretenden tapar el sol con las manos, y entre quienes se han sentido indignados con la producción de televisión que en la actualidad concentra la teleaudiencia nacional: ‘Sin tetas no hay paraiso’. Un seriado que, aunque con excesos de actuación, contiene la aproximación a una de nuestras muchas realidades. Y no se trata de una realidad exclusivamente pereirana, pues algo similar ocurre en Cali, en Bogotá, en Cartagena o en Medellín. Tampoco se trata de la única realidad de nuestra sociedad. Pero si de una faceta muy sentida y dolorosa de una realidad que infortunadamente ha conquistado su nicho en una ciudad que por su espíritu abierto y libertario, se convierte –como otras– en blanco fácil de muchas formas proclives a la abyección y a la lujuria: el mercado de las tetas, como preámbulo para la obtención del éxito con los ‘duros’. La tendencia actual por procurarse una determinada estética corporal no está indisolublemente ligada a la comercialización del cuerpo ni a la conquista de un ‘traqueto’. Ella hace parte de una nueva concepción de los parámetros de la belleza humana y a la aplicación de los avances médicos a la exaltación del paradigma de belleza del mundo actual. La que se quiere putear se putea, con tetas grandes o con tetas chiquitas. Hay gustos para todas las tetas, y tetas para todos los gustos. Si, bien, el dramatizado muestra la relación de una adecuación estética a la obtención de un mayor resultado económico –con traqauetos, en este caso–, ello no puede convertirse en la razón para estigmatizar a una profesión, a una ciudad o a una aspiración por tener un determinado aspecto físico. Son cosas diferentes. Lo que ocurre es que la proliferación de clínicas de garaje, de falsos cirujanos, que por sus precarias certificaciones académicas más se aproximan a estafadores que a médicos, y la ignorancia como caldo de cultivo para la colonización de mentes débiles, ignorantes o desesperadas, contribuyen en forma eficiente a consolidar ese paradigma de ‘belleza opulenta’ tan apetecido por una casta de ‘malandros’ que ha convertido en colofón de sus éxitos y en trofeo de sus extravagancias, a una generación de adolescentes que –confundidas– creen hallar, en la conquista de uno de ellos, la panacea para todas las privaciones que una sociedad injusta les depara a diario. La de las tetas, las ‘prepago’ y el comercio sexual en todas sus formas, constituyen ingredientes de una realidad nacional, más acentuada en unas que en otras ciudades, pero común a casi todas; que en nuestro caso marcha paralela a la de las decenas de bandas de sicarios recientemente detectadas –muchas de ellas integradas por niños– y a la existencia de una tasa de homicidios superior a la de casi todos los lugares del planeta, frente a lo cual nos rasgamos las vestiduras, ponemos el grito en el cielo o nos convertimos en víctimas de unos ridículos arrebatos de indignación que hacemos para que quede la constancia histórica, pero que ni nosotros mismos nos creemos.

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