25 de junio de 2007

LA JUSTICIA ESPECTÁCULO


Cuando el derecho se enseñaba y se practicaba con base en el cumplimiento estricto de los códigos; cuando los procesos judiciales eran las instancias en las cuales se dirimían las controversias entre partes para ser selladas con un veredicto de la justicia; cuando la magistratura era el espacio profesional para los juristas sabios y probos que le rendían culto a los cánones que le daban razón de ser al sagrado oficio de ‘administrar justicia’, a la manera del malogrado Maestro Alfonso Reyes Echandía; en fin, cuando la justicia era un oficio sagrado y no la pasarela de las vanidades, del derroche del poder y del ejercicio mediático lujurioso, los ciudadanos albergábamos una esperanza en la majestad de los tribunales y en la ecuanimidad de sus jueces.

Hoy buena parte de la justicia es una farsa. Esa parte que se ampara en la omnipotencia y en la arrogancia del funcionario ampuloso, que sacia su sed de protagonismo y de prepotencia en el dictado de su ‘conciencia’. Una conciencia a veces deliberadamente engañada, si no mancillada o pervertida. Una farsa, también, cuando amparada en el rango del funcionario o en su etérea condición de inaccesible, profiere -algunas veces sin razón y muchas otras con sevicia- dictados orientados a acrecentar su narcisismo, a demostrar su prepotencia, a doblegar a su víctima, para luego -como Pilatos- lavarse las manos, sin que siquiera aflore algo de rubor en sus mejillas.

Son los nuevos actores de la misma farsa de nuestras instituciones. Unas instituciones que aceptan -sin que nadie se inmute- que en un Estado de derecho las acusaciones criminales se profieran desde los atriles de las oficinas de comunicaciones de los organismos que integran la ‘Rama Judicial’, como primicias para saciar el apetito de los medios de comunicación más sensacionalistas y morbosos; una institucionalidad en la que los fallos judiciales se publican como boletines de prensa y no como sentencias; una institucionalidad en la que no se acata la reserva sumarial, ni la dignidad de la persona, ni el respeto por su libertad, ni el dolor de una víctima…

Por cuenta de esa particular forma de administrar la justicia todo va quedando en entredicho: el gobierno, la administración, la fuerza pública, la empresa privada, la política… Y va quedando sub-judice a perpetuidad, porque los términos para un gran número de funcionarios judiciales no existen, por más que la Constitución disponga que ellos se deben observar con diligencia y que su incumplimiento conlleva sanciones.

El tributo a esa forma espectacular de administrar justicia está impreso en la lápida de Alberto Jubiz Hazbun, quien muriera de pena moral por haber sido sometido a prisión durante cinco años por un crimen que nunca cometió; y en las laceraciones imborrables impresas en los corazones de los hijos y de las esposas del más de un centenar de campesinos de Quinchía, a quienes por cerca de dos años privaron de su libertad acusados de ‘sospecha’…

¿Cuándo llegará el día en el que la justicia deje de ser el espectáculo de algunos funcionarios mediocres que la utilizan para desahogar sus impotencias y sus banalidades? ¿Cuándo llegará el día en el que toda la justicia vuelva a ser el culto a la ecuanimidad, a la imparcialidad, a la razón y a la verdad? Desafortunadamente ese día parece estar lejano.

UN DESCABEZAMIENTO SIN EXPLICACIONES


Extraña la radical decisión adoptada por el gobierno nacional, que le costó al país la baja de los doce generales de mayor rango de la policía, el desconcierto de los comandantes de las otras armas y la incertidumbre en la institución. Gústenos o no, los males hay que cortarlos por la raíz, aunque al hacerlo nos duela. Lo que nos parece extraño es que la ‘depuración’ en la policía se haya dado con ocasión del descubrimiento de la interceptación de las llamadas Telefónicas de los jefes paramilitares recluidos en la prisión de Itaguí y no como consecuencia de la misma práctica pero respecto de los dirigentes de la oposición civil, develada días antes, en una de sus intervenciones, por el presidente de la República.

Que el general Óscar Naranjo haya sido puesto por el gobierno nacional a dirigir la policía nacional no es algo que nos extrañe. Al fin de cuentas el general Naranjo se ha ganado el respeto de los colombianos, al igual que el del gobierno y el de sus subalternos. Lo extraño es que la misma confianza no la tuviera el gobierno nacional respecto de los diez generales que solicitaron ‘voluntariamente’ sus bajas como respuesta al desconocimiento de su antigüedad y de sus rangos en la institución.

Si el general Naranjo era el hombre, ¿cuál fue la razón que tuvo el gobierno nacional para desechar a los otros diez de mayor antigüedad, a los cuales, según el orden sucesoral de las instituciones armadas, les habría correspondido dirigir los destinos de la Policía Nacional? ¡Qué preocupante incógnita!

Y no queda alternativa: se trataba de exceso de confianza en el general Naranjo, lo que no significa, necesariamente la desconfianza en todos los demás, o por el contrario, de exceso de desconfianza en los generales que solicitaron la baja. Porque ¿cómo más se puede explicar que una nación como la nuestra, con precarios recursos económicos, se de a la tarea de formar generales de la República para que, una vez cumplan treinta o cuarenta años de servicio, los descarte sin razón y los pase al buen retiro, dejando a la institución sin su más caracterizada dirigencia y a la ciudadanía sin una explicación razonable.

No tengo dudas respecto de la integridad del general Naranjo. Algo más: yo también quería que el fuera el comandante de la institución. Pero ¿quien nos puede explicar con argumentos razonables los motivos que tuvo el gobierno para desestimar los méritos de los generales más antiguos y/o de mayor rango, estando de por medio el turbio incidente de las filtraciones y del ejercicio abusivo de la ‘inteligencia’ del Estado frente a sus opositores, a los sindicalistas y a los congresistas de las bancadas contrarias al gobierno? Tal vez nadie, porque no haya quien de la cara para ofrecer la explicación, o quizá porque no haya quien tenga la respuesta. Pero lo cierto es que ese silencio del gobierno terminará siendo una especie de sentencia tácita sobre la dignidad de los generales ignorados a la hora de un relevo tan trascendental en la policía. Y esos silencios, que como se suele decir, son más elocuentes que las palabras, tiene la doble capacidad de absolver a los culpables, como la de condenar a los inocentes.

UN EXTRAÑO ITINERARIO




Aunque ya casi nadie lo recuerda, hace algunos años el presidente Uribe decretó -como una discrecionalidad- la excarcelación de algo más de cuarenta reclusos condenados por pertenecer a la subversión, en un gesto de buena voluntad supuestamente orientado a ‘ablandar’ los corazones de los jefes guerrilleros a ver si así se conmovían y dejaban en libertad a algunas de las personas que permanecían secuestradas en sus campamentos. Pero como se dice hoy en día, ‘esa platica se perdió’: los guerrilleros quedaron en libertad y muchos de ellos -si no todos- volvieron a sus antiguas andadas.

Un día cualquiera el gobierno nacional, con el apoyo de la bancada oficialista, se empeñó en tramitar, a toda costa, una ley de verdad, justicia y reparación, orientada a facilitar el desmonte de las estructuras armadas ilegales. En ella se incorporaron normas favorables a la desmovilización de los jefes paramilitares, de sus auxiliares y de sus patrocinadores.

En una extraña reunión en ‘palacio’, otro día cualquiera, el senador Álvaro Araujo se sinceró e invocó la solidaridad del gobierno, argumentando que si resultaba vinculado al escándalo de la para-política, terminaría salpicando a su hermana la Canciller, a su tío el Procurador, a su primo el Gobernador del Cesar y ‘hasta al Presidente de la República’. Todo mundo quedó perplejo.

Puesta en ejecución la mencionada ley, comenzó un tortuoso proceso de confesiones que paulatinamente fue involucrando a importantes actores de la sociedad, del gobierno y de la política. Senadores, representantes a la cámara, diputados, gobernadores, empresarios, altos funcionarios del Estado, etc., terminaron chisgueteados por el efecto de los ventiladores prendidos por los jefes paramilitares recluidos en la prisión de Itaguí. El establecimiento comenzó a estremecerse, pero pese a ello, en una especie de pacto tácito, la comunidad colombiana se resistió a aceptar que ‘el barco estaba haciendo agua’, como mecanismo de defensa orientado a preservar las condiciones de confianza y estabilidad institucional que han permitido disfrutar de un período de prosperidad económica cuyos verdaderos orígenes aún son un misterio.

Los expedientes judiciales fueron involucrando a mucha gente, hasta que se produjo la ya conocida filtración de las conversaciones de los paramilitares recluidos en prisión y la amenaza de extradición de quienes, al parecer, continuaban delinquiendo con posterioridad a la desmovilización. Ahí fue Troya. El paso siguiente lo dio Salvatore Mancuso, quien involucró al círculo más cercano a ‘palacio’: el vicepresidente Santos y el ministro de Defensa, también Santos. El uno por reunirse con los paramilitares y el otro por buscarlos para -supuestamente- conspirar contra el entonces presidente Samper. El cerco alrededor de ‘palacio’ se estaba cerrando.

El presidente -en un gesto inesperado- decidió proponerle a la nación la liberación, sin contraprestación alguna -otra vez como un gesto de buena voluntad- de varios centenares de subversivos detenidos en las prisiones estatales, en una movida que muchos consideramos el ‘ablandamiento de la sociedad civil’ para dar el paso siguiente: la propuesta orientada a permitir la excarcelación de las personas vinculadas a las actividades ilegales relacionadas con las conductas paramilitares, que confiesen la verdad; bajo el argumento -supongo- de que si se pueden liberar guerrilleros por los que la sociedad profesa un mayor desprecio, ¿por qué no hacerlo con quienes están vinculados a la actividad paramilitar? Otra vez quedamos perplejos.

Yo había entendido que la reclusión en condiciones preferentes y las garantías de penas reducidas y de no extradición, entre otras, eran las ventajas que tendrían quienes resultaran vinculados a la actividad paramilitar, como contraprestación por decir la verdad. La excarcelación anunciada por el presidente, que nos cogió por sorpresa, y que beneficiaría a senadores y demás, es una ñapa que nadie esperaba y que la suspicacia criolla nos mueve a pensar que es la respuesta al acorralamiento en el que se encontró ‘palacio’ cuando vio que se le estaban ‘metiendo al rancho’. Pero podemos estar equivocados.

RAZONES DE ESTADO



Estaba esperando con gran expectativa las ‘razones de Estado’ que el presidente Uribe nos daría a los colombianos, con respecto a los móviles que lo llevaron a adoptar la decisión de liberar e indultar a casi dos centenares de guerrilleros presos en las cárceles oficiales, pero me quedé con ‘los crespos hechos’ después de la alocución del lunes por la noche.

Sinceramente no me parecieron ‘razones de Estado’ las invocadas por el gobierno nacional para adoptar tan seria determinación. Muchos recordamos que uno de los motivos que tuvieron los colombianos para terminar calificando el gobierno del presidente Betancur como uno de los más nefastos de la historia del siglo pasado, consistió en liberar e indultar, sin que mediara causa aparente, a los guerrilleros recluidos en las cárceles por la acción de su antecesor, el presidente Turbay.

Haber liberado, sin compromiso aparente, a guerrilleros como ‘el canciller de las Farcs’ sobre el cual no solo pesaba una condena de la justicia nacional sino, además, el señalamiento de haber sido factor determinante en el secuestro y posterior asesinato de la hija de un expresidente del Paraguay, necesita ser sustentado por más que la intención de complacer al presidente de Francia, para que se entienda como una ‘razón de Estado’

Yo entiendo lo sensible que es para el gobierno y para la opinión pública francesa la libertad de Ingrid Betancourt. Al fin y al cabo ella es una ciudadana de esa nación, vinculada a altos exfuncionarios de ese país y dueña de un reconocimiento público tanto allá como acá. Pero la liberación de los cerca de dos centenares de guerrilleros no garantiza ni su liberación, ni hace más expedito el anhelado acuerdo humanitario. Sobre todo porque si en algo han sido claramente reiterativas las Farcs, es en que esa decisión de liberar a sus militantes detenidos, hace parte de las discrecionalidades del gobierno colombiano, pero no las compromete, para nada, en ningún proceso que beneficie a los secuestrados o que facilite la paz. Máxime cuando han dicho en todas las formas, en todos los idiomas y en todas las ocasiones, que no les asiste ninguna motivación para emprender un proceso de paz con el actual mandatario colombiano.

Las ‘razones de Estado’ son diferentes. Pero si el presidente Uribe consideró que la reiterada solicitud del gobierno francés constituye por si sola una ‘razón de Estado’, motivos tendrá para creerlo. Ojalá que con su generoso gesto logre mover la voluntad de los gobiernos de muchos países, en una cruzada capaz de ejercer presión sobre el grupo insurgente colombiano, para llevarlo a liberar a los secuestrados, para negociar un acuerdo humanitario o para sentarlo a la mesa de las negociaciones orientadas a la consecución de la paz del país. Si nada de ello se logra, le tocará sentir el rechazo de la opinión a su decisión, porque una cosa es liberar guerrilleros encarcelados y condenados, a cambio de nada, y otra muy distinta es si con ello se consigue satisfacer siquiera una de las grandes expectativas que, con respecto a la subversión, tiene la nación entera.

Ojalá que su gesto generoso y humanitario logre la correspondencia que el presidente francés espera y que todos los colombianos anhelamos.

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