
Cuando el derecho se enseñaba y se practicaba con base en el cumplimiento estricto de los códigos; cuando los procesos judiciales eran las instancias en las cuales se dirimían las controversias entre partes para ser selladas con un veredicto de la justicia; cuando la magistratura era el espacio profesional para los juristas sabios y probos que le rendían culto a los cánones que le daban razón de ser al sagrado oficio de ‘administrar justicia’, a la manera del malogrado Maestro Alfonso Reyes Echandía; en fin, cuando la justicia era un oficio sagrado y no la pasarela de las vanidades, del derroche del poder y del ejercicio mediático lujurioso, los ciudadanos albergábamos una esperanza en la majestad de los tribunales y en la ecuanimidad de sus jueces.
Hoy buena parte de la justicia es una farsa. Esa parte que se ampara en la omnipotencia y en la arrogancia del funcionario ampuloso, que sacia su sed de protagonismo y de prepotencia en el dictado de su ‘conciencia’. Una conciencia a veces deliberadamente engañada, si no mancillada o pervertida. Una farsa, también, cuando amparada en el rango del funcionario o en su etérea condición de inaccesible, profiere -algunas veces sin razón y muchas otras con sevicia- dictados orientados a acrecentar su narcisismo, a demostrar su prepotencia, a doblegar a su víctima, para luego -como Pilatos- lavarse las manos, sin que siquiera aflore algo de rubor en sus mejillas.
Son los nuevos actores de la misma farsa de nuestras instituciones. Unas instituciones que aceptan -sin que nadie se inmute- que en un Estado de derecho las acusaciones criminales se profieran desde los atriles de las oficinas de comunicaciones de los organismos que integran la ‘Rama Judicial’, como primicias para saciar el apetito de los medios de comunicación más sensacionalistas y morbosos; una institucionalidad en la que los fallos judiciales se publican como boletines de prensa y no como sentencias; una institucionalidad en la que no se acata la reserva sumarial, ni la dignidad de la persona, ni el respeto por su libertad, ni el dolor de una víctima…
Por cuenta de esa particular forma de administrar la justicia todo va quedando en entredicho: el gobierno, la administración, la fuerza pública, la empresa privada, la política… Y va quedando sub-judice a perpetuidad, porque los términos para un gran número de funcionarios judiciales no existen, por más que la Constitución disponga que ellos se deben observar con diligencia y que su incumplimiento conlleva sanciones.
El tributo a esa forma espectacular de administrar justicia está impreso en la lápida de Alberto Jubiz Hazbun, quien muriera de pena moral por haber sido sometido a prisión durante cinco años por un crimen que nunca cometió; y en las laceraciones imborrables impresas en los corazones de los hijos y de las esposas del más de un centenar de campesinos de Quinchía, a quienes por cerca de dos años privaron de su libertad acusados de ‘sospecha’…
¿Cuándo llegará el día en el que la justicia deje de ser el espectáculo de algunos funcionarios mediocres que la utilizan para desahogar sus impotencias y sus banalidades? ¿Cuándo llegará el día en el que toda la justicia vuelva a ser el culto a la ecuanimidad, a la imparcialidad, a la razón y a la verdad? Desafortunadamente ese día parece estar lejano.


