2 de abril de 2008

ALFONSO LÓPEZ MICHELSEN

Conocí a López una noche de noviembre de 1981 en la que hizo el lanzamiento de la campaña con la que intentó su reelección a la presidencia. Nunca lo podré olvidar. Siempre estuve al corriente de su periplo político, desde que siendo apenas un niño interrogué a mi padre -un oficialista irreductible- acerca de lo que significaba la sigla MRL, que leía en todo momento al frente de nuestra casa. ¡Movimiento Revolucionario Liberal! -me dijo-, y me extraño de la respuesta, que en ese acrónimo estuviera incorporada la expresión ‘revolucionario’ ligada a ‘liberal’ y sirviendo de enseña a un hombre que había vivido -pensé- las mieles del poder, en épocas en las que por lo reciente de la revolución cubana y por la paranoia macartista, lo revolucionario tenía una cierta connotación extremista y un tufillo a castrista. Aún sin conocerlo lo admiraba. No dudo en afirmar que es el colombiano más brillante que me ha tocado vivir. En mi niñez pasaba horas enteras escuchando diariamente los discursos que Yamid Amat retransmitía muy entrada la noche, con el pretexto de ser noticia, pero que yo interpretaba como ventajas para la campaña, en la que -en un duelo de inteligencias superiores- se enfrentó a Álvaro Gómez y a su propuesta ‘desarrollista’. ¡Que delicia escucharlo! ¡Qué tiempos aquellos! ¡Que inteligencias tan encumbradas! Durante un tiempo, bajo el auspicio, tal vez del IPL, consignaba su pensamiento en unos cuadernillo en los que cada vez me asombraba más por su profundidad, al tratar temas tan diferentes como complejos de la vida colombiana y del entorno latinoamericano. De éstos recuerdo, sobremanera, uno titulado ‘latinoamérica años ochenta’, en el que nos aproximaba al entorno continental, como cuando desde una cumbre se divisa el horizonte. En ese cuadernillo, y a través de López, entendí lo que para él significaba el latinoamericanismo. Ese que se cristalizó en el acuerdo Carter-Torrijos, que él propiciara, y que repercutiera en la devolución del Canal a los Panameños y en el retiro de los Estados Unidos de la zona del istmo. Él sabía hablar con toda propiedad sobre distritos de riego, ciclos agrícolas, economía, petróleo, café, ganadería, conflicto armado, acuerdos internacionales, etc. Era experto, como el que más, en varios géneros musicales. Nunca olvidaré cuando a todos los tangófilos nos puso a buscar la letra de ‘anclao en París’, al afirmar, ante su contertulio de ocasión, que era el aire de arrabal de sus preferencias… Con igual propiedad hablaba de boleros, de rancheras, de vallenatos, hasta ser reconocido como el más conocedor de cada uno de estos géneros, así como el más aventajado comentarista de los temas que le interesaban. Un día de ese mismo noviembre de 1981 tuve el privilegio de departir toda una noche con él. El Club Campestre de Armenia sirvió de marco para que, en compañía de Hernando Gómez Buendía, César Gaviria y la Niña Ceci, y siendo aún muy joven, me deleitara con su pausado hablar y su finura en el trato. Esa vez tuve el placer de escucharlo en ‘petite committee’. Habló de su estrategia para la campaña reeleccionista que iniciaba, sus apreciaciones sobre la convención de Medellín y su interpretación de la entonces llamada ‘encerrona de Sincelejo’. Conocí de sus labios la percepción que tenía de los colombianos, y la de quienes hasta ese momento habían sido sus émulos en la disputa por la nominación de su partido: Augusto Espinosa y Alberto Santofimio. Se refirió a su adversario Betancur y nos trató de demostrar por qué no se podían llevar a la práctica sus propuestas electorales. Al día siguiente, en la plaza, pronunció la frase que marcó el sino derrotista su campaña: ¡no se puede! La misma que sirvió de pretexto para que Betancur acuñara la suya: el demoledor ¡sí se puede! que terminó imponiéndose y que definió la suerte de las urnas ese lamentable 30 de mayo de 1982, en que los colombianos le negamos la oportunidad de volver a dirigir nuestros destinos, para confiárselos a Belisario, el inconforme decidido que -según él mismo- necesitaba Colombia. Era muy grande ese López que nos toco vivir y que pocos logramos conocer en su verdadera magnitud. Por eso nunca se me olvidará cuando, revisando el comunicado que el director del Partido Liberal expediría con ocasión de su reciente fallecimiento, le llamé la atención respecto de la expresión ‘fue el colombiano más inteligente del siglo pasado’, pues se me vinieron a la memoria nombres como el de López Pumarejo, Los Lleras, Gaitán, Galán… Gaviria me contestó, tajantemente: ¡fue él, deje así! No alcanza el tiempo y menos el espacio de una columna para hablar de López. Pero si para pedir paz en su tumba y para homenajearlo con el tango de sus afectos: Tirao por la vida de errante bohemio estoy, Buenos Aires, anclao en Paris. Cubierto de males, bandeado de apremio, te evoco, desde este lejano pais… chisaza@yahoo.com 17 de julio de 2007

ARCHIVO DEL BLOG