
Imposible referirse, ahora, a un tema diferente, estando tan fresco en la memoria y en los registros de los medios de comunicación, el recuerdo de la apabullante demostración de cohesión, de solidaridad, de fortaleza y de repudio frente a la acción de los violentos que han sembrado -a su antojo y por su capricho- el terror y la barbarie en el suelo colombiano.
Yo, como los millones de ciudadanos exultantes -pese al dolor colectivo que los agobiaba- que marcharon enarbolando banderitas blancas y lanzando consignas de rechazo a la barbarie, no me siento representado por las Farcs, ni en todo ni en parte. Por el contrario, siento por ellas el mismo repudio de mis conciudadanos, quienes hemos debido soportar que, invocando una representación que nadie les ha deferido y que no ostentan, las Farcs hayan anegado en sangre el suelo colombiano y en lágrimas el seno de miles de hogares de compatriotas humildes e inocentes, que no entenderán nunca la razón por la cual un grupo sanguinario y terrorista se arrogó el derecho a una representación que nadie le ha dado, y que invoca para secuestrar, asesinar, extorsionar y, en fin, para provocar daño y dolor por doquiera, a una nación de gente buena.
Comparto plenamente los términos de la columna de Mauricio Vargas en las páginas editoriales de la edición de El Tiempo del día de la marcha. A ella había que acudir a acompañar la consigna de la convocatoria. Los argumentos de algunos de los militantes del Polo dejan mucho que desear. Se constituyen en una especie de manto que cubre una intención turbia o una complicidad subyacente que no se dejó aflorar ante la faz de la nación entera, que quería acudir al llamado que le hiciera la sociedad civil desde su más elemental origen: un grupo de estudiantes jóvenes, que hicieron de la tecnología la herramienta más poderosa de convocatoria ciudadana que registre la historia nacional. Una marcha como la del lunes difícilmente será superada, en el futuro próximo, tanto por su masiva concurrencia, como por lo unísono y contundente del mensaje que les envió a los agentes de la violencia y a la comunidad internacional.
El presidente Chávez -que tanto dice querer al pueblo colombiano- en vez de destinar sus esfuerzos a ayudarles a las Farcs, por qué no se gasta unos dólares más, contratando un sondeo, con encuestadores de su plena confianza -pero serios, eso sí- para que tanteen en la entraña del pueblo colombiano su sentimiento hacia ese grupo subversivo. Para que le muestren el grado de penetración de esa guerrilla en el alma nacional; para que le digan cuál es el porcentaje de representación que el pueblo colombiano le ha confiado, y para que se baje de esa nube de obstinación y de paranoia en la que está por cuenta de un odio personal -y visceral- hacia el presidente Uribe y el ministro Santos. Esto le saldría más barato y le daría más seguridades; en vez de estar apostándole a ahondar odios entre hermanos, con el baladí pretexto -que todos los colombianos rechazamos- de que sus bravuconadas, sus groserías y sus intromisiones en los asuntos internos de Colombia, corresponden a la determinación inocente y justiciera de redimir a nuestro pueblo.
El pueblo colombiano no necesita -ni quiere- que su redentor sea un individuo de la calaña ni de la entraña, de Chávez. En Colombia sentimos por él un rechazo tan grande, que es inversamente proporcional al afecto que profesamos hacia la nación venezolana, con la cual nos unirán -por siempre- indisolubles lazos de hermandad y de amistad que pasan por encima de la coyuntural presencia -en el solio de sus gobernantes- de un sátrapa que no se merece ningún pueblo de la tierra.
chisaza@yahoo.com
5 de Febrero de 2008